domingo, 4 de mayo de 2014

De la ambición dickensiana

Lo primero que llama la atención de la última novela de Donna Tartt, pese a la delgadez de sus páginas y la cubierta semiblanda, es su extensión. El Jilguero, reciente premio Pulitzer de ficción y publicada en España por la editorial Lumen, cuenta con 1143 páginas. Tomando esta referencia como punto de partida, resulta difícil, aunque no imposible, resumir la trama de la novela.
El Jilguero arranca con la acción in media res: un protagonista desconocido para el lector, explica cómo lleva más de una semana encerrado a cal y canto en la habitación de un hotel en Amsterdam, sin parar de comer ni beber. Para que alcancemos a comprender qué le ha llevado a esta situación, se remonta a más de una década atrás, donde la verdadera acción comienza. Una repentina explosión en el Metropolitan Museum de Nueva York provoca que, de la noche a la mañana, el joven Theodore Decker se convierta en huérfano de madre y en el ladrón de un pequeño y enigmático cuadro del holandés Carel Fabritius, obra que da nombre a la novela.

Cuando intentaba encontrar un paralelismo que expresara el reto narrativo que esta novela supone, y salvando todas las distancias, no podía evitar pensar en la Odisea homérica. Porque ante todo, lo que el lector presencia de la mano de la potente voz en primera persona de Theo es un viaje iniciático. Vemos cómo determinados hitos vitales configuran su personalidad, su particular isla de la desesperación (la entrega desmesurada a las drogas y al alcohol), su Penélope que le hace avanzar a trompicones (la bella y frágil Pippa) y también sus dioses protectores (el bondadoso Hobie). Pero a diferencia del agudo Ulises, Theodore Decker se erige como el anti-héroe contemporáneo, un personaje a la estela de los desgraciados protagonistas de Charles Dickens. Las creencias del joven Theo irán cayendo hasta llegar al último bastión, una terrible mentira, llevándolo en ocasiones a la más absoluta negrura de la existencia humana.


La capacidad de la autora de mantener la atención del lector es formidable, al igual que la empresa que este libro supone. A través del realismo pero dejando espacio a supersticiones místicas o reflexiones teológicas, consigue que el entregado lector se proponga como reto terminar las casi 1200 páginas. Cabe mencionar, sin embargo, un (a mi modo de ver) desafortunado cambio de registro en el desenlace de la novela, que hace  en cierto modo prescindibles las 300 últimas páginas. Algunos de los personajes se quedan en potenciales, sin llegar a ser desarrollados como cabría esperar, lo que en ocasiones resulta decepcionante.

Pese a ello, Tartt configura una historia bellamente escrita pero sin pretensiones vanguardistas o experimentales, y con el logro de una voz protagonista tan triste como inquietante. El jilguero no es una novela redonda, pero es sin duda una gran novela (en todos los sentidos).