miércoles, 31 de julio de 2013

Nubes de verano

Hoy empiezan mis vacaciones. Se presentan ante mí 20 días con sus respectivas noches en los cuales- en el imaginario vacacional- no tendré ninguna angustia, responsabilidad mayor, o preocupación que me altere, más que la de organizar mi tiempo de manera que el resultado sea con el que llevamos soñando todo el año, el de "pegarte el verano de tu vida".

Hay quienes aspiran a pasar sus vacaciones sumidos en la inactividad absoluta. Comer, dormir, tomar el sol. Es una decisión más que respetable y supongo que en muchos casos razonable. A mí me gusta la pasividad, pero unos días. Mirando mi calendario de verano, me di cuenta de que tengo un pavor absoluto al tedio. Temo que los días pasen sin que me dé cuenta mientras duermo en una tumbona, y que de repente ya esté de vuelta en Barcelona. Necesito actividad. No necesariamente física, de movilidad, pero sí, de algún modo, intelectual y social.

Si voy a estarme cinco días (como es el caso) en una preciosa casa de verano sin más misión en la vida que la de acumular calorías y melanina, me encuentro llenando la maleta con más libros, libretas y apuntes de los que soy capaz de leer en un mes (aunque debo confesar que siempre que salgo de casa llevo conmigo más libros de los que racionalmente podré acabarme en el tiempo que paso fuera).

Pero en cualquier caso, mi imperante necesidad de actividad de alguna clase y uno de los libros que ésta me ha arrastrado a leer el último mes (High Fidelity, de Nick Hornby) me recordaron a uno de esos famosos discursos de apertura o graduación de alguna buena universidad americana.

El poeta (y ganador del premio Nobel) Joseph Brodsky, cuando corría el año 1989 cerró una ceremonia de graduación con un speech cuya transcripción hoy conocemos bajo el título de En alabanza del aburrimiento. En él, hace una reflexión acerca de los años que acechan al recién graduado, de "la vida real". De cómo el aburrimiento, el tedio, es el peor de nuestros enemigos. De cómo un día desperateremos cansados de nuestra casa, nuestra familia, nuestros libros y nuestros amigos y, por más que los cambiemos, el aburrimiento estará siempre esperando a la vuelta de la esquina, dispuesto a abatirse de nuevo sobre nosotros.

Brodsky cree que como acertadamente dijo Robert Frost, "la mejor manera de salir es siempre atravesar". Su consejo para combatir este temor ancestral al aburrimiento es el siguiente: "Cuando el aburrimiento los golpee, entréguense a él. Que los aplaste, que los sumerja, toquen fondo. En general, con las cosas desagradables, la regla es: mientras más pronto toquen fondo más pronto volverán a flotar."

Así como Rob, el protagonista de High Fidelity, en un momento dado de su trentena se da cuenta de la importancia de la actividad, en el sentido más amplio, yo mientras subrayo las frases que Nick Hornby pone en boca de su peculiar antihéroe mientras lleno de libros bolsos y maletas.
"It's only beginning to occur to me that it's important to have something going on somewhere, at work or at home, otherwise you're just clinging on. [...] You need as much ballast as possible to stop you floating away; you need people around you, things going on, otherwise life is like some film where the money ran out, and there are no sets, or locations, or supporting actors, and it's just one guy and his own staring into the camera with nothing to do and nobody to speak to, and who'd believe in this character then? I've got to get more stuff, more clutter, more detail in here, because at the moment I'm in danger of falling off the edge."

Brodsky considera que el aburrimiento es la más clara expresión de nuestra pequeñez en el espacio y el tiempo, que 
"Para decirlo de alguna manera, el aburrimiento es nuestra ventana sobre el tiempo, sobre esas propiedades suyas que uno tiende a ignorar con peligro probable del propio equilibrio mental. En suma, es nuestra ventana sobre la infinitud del tiempo, es decir, sobre nuestra insignificancia en él."

Sean de los que se enfrentan al aburrimiento con un verano rebosante de actividades o de los que prefieren apoltronarse en toallas, hamacas y sillones, no dejen de leer el texto completo aquí.

Buen verano y mejores lecturas.







lunes, 15 de julio de 2013

Por la autopista de la nostalgia

"Enric González amó Londres mucho antes de conocerla. (...)Este libro es una guía personal para descubrir el espíritu londinense." 

A raíz de la publicación en Jot Down Books de su último libro, Memorias líquidas, supe de las Historias de Enric Gonzalez. Corresponsal en distintas partes del globo para el diario El País, compiló en cuatro tomos una síntesis entre el amor que sintió por las ciudades que habitó y las experiencias allí vividas. Así nacieron Historias del calcio (una crónica de Italia a través del fútbol), Historias de Nueva York, Historias de Roma e Historias de Londres, agrupadas las tres últimas en Todas las historias y un epílogo.

Historias de Londres encarna el ideal de ensayo que todo estudiante desearía leer. Narrado a partir de anécdotas particulares, logra cautivar con una delicadamente irónica prosa, que sintoniza perfectamente con el alma de la ciudad que describe. Está divida en partes correspondientes al mapa de Londres central: el oeste, el centro y el este, subcapituladas cada una de ellas con acertados e ingeniosos títulos.
La lectura del libro va más allá de puro recreo: despierta en el lector el interés por saber- investigar sobre los hechos políticos e históricos que se mencionan, rememorar ciertas calles o edificios, asombrarse ante datos relativos a lugares sobre los que uno creería saber todo.

Empecé a leer las escasas doscientas páginas del libro de González a mi vuelta de Londres. Un amigo se sorprendió de que no las hubiera leído antes o durante mi estancia en la capital inglesa. Fueran los que fueran los motivos que me llevaron a posponer la lectura (sin duda nada premeditados y más bien fruto de la acumulación de muchas otras lecturas pendientes), son de agradecer. 
En esta brillante recreación visual e histórica de Londres, he vuelto a estar ahí durante dos tardes. He sonreído, cómplice al leer de los sitios que yo también habité y frecuenté, y agradablemente he sido sorprendida con alguna que otra historia desconocida para mí de sitios muy familiares (apuntadas quedan para la próxima visita).

Pese a que fue escrita en la década de los tardíos 90 y atrás quedaron la era Tony Blair y las divisas en pesetas, en cierta parte Londres sigue igual a cómo Enric González la vivió. O quizá es el acercamiento de quienes, en periodos mayores o menores, pudimos disfrutar de la suerte de vivir en Londres. Sin entrar nunca en la (restringida y más bien poco inclusiva) esfera londoner, pero con suficiente conocimiento de causa como para aventurarnos a escribir unas líneas sobre ella.

Reza su contracubierta que el libro "fue escrito cuando el autor estaba ya en otro país y eso implica una cierta dosis de nostalgia, pudorosamente envuelta en ironía. Hubo otras ciudades después y otras pasiones, pero ningún amor es como el primero. Y ninguna ciudad es como Londres." En mi lectura nostálgica de una visión escrita desde la nostalgia, no puedo estar más de acuerdo.

Es entre las páginas de Historias de Londres dónde encontré materializada mi abstracta visión sobre la ciudad:
"Hay ciudades bellas y crueles, como París. O elegantes y escépticas, como Roma. O densas y obsesivas, como Nueva York. Londres no puede ser reducida a antropomorfismos. Siglos de paz civil, comercio próspero, de empirismo y de cielos grises la han hecho indiferente como la misma naturaleza. Quizá exagero. Quizá Londres sea una proyección del carácter inglés. No hay sentimentalismos, ni derroches de pasión, ni verdades con mayúsculas. Por una u otra razón, Londres reúne las condiciones óptimas para que florezca la vida. Es difícil no sentirse libre en esa ciudad inabarcable y a la vez recoleta, sosegada como el musgo de sus rincones umbríos- una insignificancia vegetal que me conmueve, qué tontería-, donde caben el arte y su reverso técnico, el kitsch, sin estorbarse mutuamente(...)"

Para los que vayan, para los que no se muevan y sobre todo, para los que vuelvan de Londres. Absolutamente deliciosa.






Piccadilly Circus, 1971

domingo, 7 de julio de 2013

El sentido de un final

Antes de acabar el primer trimestre del curso y por lo tanto, antes de irme a Londres, fui al maravilloso auditorio de La Pedrera a escuchar un diálogo con Julian Barnes. De él no había leído más que un fragmento de El loro de Flaubert incluido en una fantástica compilación de Anagrama titulada El mejor humor inglés, razón por la que probablemente, inmersa en mis preparativos de partida a la capital inglesa, decidiera leerlo.

El caso es que era Miquel Berga, uno de mis profesores de la Universitat Pompeu Fabra, quien lo entrevistaba, y como había disfrutado con las escasas 20 páginas de El loro de Flaubert, pensé que no estaría de más ir a escuchar al autor. Impecable, puntual y británico, Julian Barnes se ganó el favor de la audiencia (en su gran mayoría tercera edad excepto por mi amiga Anna, yo, y tres o cuatro estudiantes más) desde el primer minuto. Con refinado humor dirigió el diálogo hacia dónde más le convenía, evitando sutilmente las preguntas que no deseaba responder y trazando un recorrido por su vida profesional y obra literaria. Salimos de ahí encantadas, me prometí que leería sin falta algo suyo, y ahí quedó todo. 


Más de medio año después, estaba dando vueltas por la genial librería Foyles en Charing Cross y me acerqué a ver el estante de recomendaciones de los libreros, casi siempre acertadas. Y me topé con The sense of an ending, la última novela del autor. Estaba a las puertas de mi despedida de Londres y pensé que cuanto menos, era una señal, pero que me esperaría a la última semana de mi estancia para regalármelo, y así me acompañaría en mi vuelta. The sense of an ending.
A los pocos días, paseaba con dos amigas por el Old Spitalfields Market y en una encantadora parada de libros me volvió a asaltar. El sentido de un final. No pude resistirme más tiempo, y lo compré. 

Un día y medio fue lo que me llevó leer la breve novela de Barnes, que me cautivó desde la primera página. Dejando de lado la magnífica prosa del autor, The sense of an ending pone en boca de un protagonista ahora ya retirado, Tony, una historia humana en todas sus vertientes.
A través del recuerdo de su amor de juventud, Veronica, con quien ha vuelto a tener contacto décadas después de que su mejor amigo y siguiente novio de ésta, Adrien, se suicidara, Tony describe su primera adolescencia y juventud, su entrada en la edad adulta y el declive de su matrimonio, hasta su aparentemente pacífica vida retirada.

Más allá de la trama principal y de la cautivante historia que envuelve a los personajes, The Sense of an ending es sobre todo una reflexión sobre la construcción de los recuerdos. Un protagonista que años después debe aceptar y asumir la realidad de unas acciones que el tiempo había diluido y dulcificado en su memoria. Es la presentación de un personaje que realmente, a fuerza de decirse y de decir a los demás que su vida es y ha sido de una determinada manera, acaba por creérselo. Y a este mismo es a quien la vida y una Veronica herida deciden recordarle que sus palabras, sus acciones, tuvieron más consecuencias de las que quiere tener conocimiento.
O bien que, como dice García Márquez, "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla". 

Una novela prácticamente impecable. Bellamente escrita, fácil de leer y real como la vida misma. No se la pierdan.