viernes, 26 de abril de 2013

El orden de factores, ¿no altera el resultado?



Una de las primeras normas que nos enseñan al aprender las matemáticas más básicas es la siguiente: el orden de factores no altera el resultado. No importa que vaya primero y qué después, acabaremos por llegar a la misma resolución. En el plano teórico resulta irrefutable, un proceso limpio que ninguno de nosotros (yo por lo menos) se atrevería a cuestionar. Pero es sabido que la aventura vital queda siempre bien lejos de la exactitud y rigidez de las normas numéricas.

Las matemáticas representan el triunfo de la razón teórica por excelencia. No admiten duda, todo está establecido. Parece que por contrario, la literatura, las letras libres, sean el espacio de desarrollo de la irracionalidad. Admiten la fantasía, el onirismo, la irrealidad, la ilógica. El escritor checo Milan Kundera, en su breve obra La lentitud introduce el concepto de matemática existencial. Con esta metáfora, Kundera refleja un deseo de racionalizar muchos de los elementos conocidamente complejos del ser humano, véase los sentimientos, la memoria o el olvido.

Podríamos extender esta metáfora a muchos otros planos. El primero que se me ocurriría sería el de matemática emocional. Más de uno nos hemos planteado en alguna ocasión que habría pasado si, en determinado momento de nuestra vida, ciertos elementos se hubieran conjugado en otro orden. ¿Habríamos acabado donde estamos hoy? Si X hubiera conocido a Y en el momento Z en lugar de en M, ¿habrían sido felices y comido perdices?. Evidentemente, la respuesta a la primera pregunta es no. En cuanto a la segunda, no hay forma de saberlo, y una visión retroactiva de nuestra particular historia, en la mayoría de los casos, resulta inútil y frustrante. Así, todo indica que en lo que a sentimientos y vivencias se refiere, el orden de factores sí altera el resultado.

Pero hay otros niveles más teóricos a los que resulta interesante trasladar la especial 'matemática' de Kundera. En la historia de la literatura, por ejemplo. Si un lector lee por primera vez en su vida un libro titulado Ulises, escrito por un señor llamado James Joyce, ¿logrará comprender algo? ¿Y si posteriormente a la lectura del Ulises se enfrasca en la de la Odisea de Homero? Sin duda le serán revelados muchos elementos útiles para entender el libro del británico, y puede que seguramente también para lecturas futuras de muchísimas de las obras de la tradición europea occidental.

Igual que podemos ir al Louvre y contemplar extasiados el Juramento de los Horacios de David, admirando sus enormes dimensiones, la perfección de su estructura o sus nítidos colores. Sin embargo nunca será lo mismo ver por primera vez los Horacios para aquel visitante que, de antemano conozca la historia de la Roma clásica. Igual que de aquel que sea consciente de la simbología que el enfrentamiento entre Horacios y Curiacios representaba en el momento en el que David pintó el gigante lienzo.

Puede que Kundera logre teorizar con éxito una pequeña parte de este enorme engranaje que es la mente humana, reiterando la razón de ser de las normas matemáticas. Pero por lo demás sabemos que en las artes, como en la vida, el orden de factores sí altera el resultado.


"Traje también a colación la archiconocida ecuación de uno de los primeros capítulos del manual de la matemática existencial: el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. Pueden deducirse varios corolarios de esta ecuación, por ejemplo éste: nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma.
Ahora bien, prefiero invertir esta afirmación y decir: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar este deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de sí misma; que quiere apagar la temblorosa llamita de la memoria."
Milan Kundera, La lentitud

"Cuentan que Ulises, harto de prodigios, lloró de amor al divisar su Itaca verde y humilde. El arte es esa Itaca de verde eternidad, no de prodigios." Jorge Luis Borges

"Marylin Monroe reading Ulysses"


"El juramento de los Horacios", Jacques Louis David, 1784. Musée du Louvre, 2011.

miércoles, 10 de abril de 2013

Cuando los polos opuestos se complementan

Paul Auster y Siri Hustvedt parecen encarnar el matrimonio ideal. Ambos escritores e intelectuales. Tendencias políticas parecidas. Prolíficas carreras en el mundo de las letras. Una hija en común.
Sin embargo, sus carreras profesionales no siempre han ido de la mano.
Mientras Paul acumulaba éxitos abrumadores y millones de copias vendidas, Siri se dedicaba, entre otras cosas, a enriquecer subgéneros literarios (ensayo, poesía) con menos tirada que la novela, profundizando en la psicología, la neurociencia o la filosofía (con la excepción de Todo cuanto amé, publicada en 2003).

Siri Hustvedt no es la prototípica mujer que, dedicándose al mismo mundo profesional que su marido, vive subyugada a su sombra. Para nada. Cualquiera que haya leído algo suyo lo sabrá. Pero el año pasado (2012), las carreras como novelistas de ambos colisionan o trazan un camino paralelo, depende como se mire.
Con breves meses de separación ven la luz en España (los dos publicados por Anagrama) El verano sin hombres, de Siri, y Diario de invierno, de Paul. Yo leí primero El verano sin hombres, picada por la curiosidad de un relato supuestamente teñido por una fuerte experiencia autobiográfica. La novela narra la historia de Mia, una poetisa que, a sus 50 años y tras 30 años de feliz matrimonio descubre que su marido, Boris, le ha sido infiel con una joven francesa. Es así que Mia decide retirarse durante un verano a Minnesota, dónde creció, para abandonar el turbulento Brooklyn que tanto le recuerda a Boris. Allí se enfrentará a sus peores fantasmas, y se embarcará en una aventura de autoconocimiento, reconciliación y finalmente, capacidad para el perdón. Se trata de una obra ligera de leer, con un estilo que encandila y a la vez, logra hacer una lectura profunda de la psicología femenina, de la naturaleza del desengaño y de la voluntad de reconstrucción.

Por su parte, Auster proyecta en Diario de invierno las dudas que le asaltan al encontrarse a las puertas de la tercera edad, que le llevan a hacer un recorrido por la historia de su vida. De carácter  teóricamente autobiográfico, Diario de invierno refleja un trayecto desde la más tierna infancia hasta la entrada madurez, pasando por las casas habitadas, las mujeres amadas y los logros adquiridos. Pero es esencialmente un libro marcado por momentos de crisis, vitales y de salud, que hicieron que el autor tuviera que pararse y replantearse los fundamentos de su existencia.

Los propios títulos de los dos libros ya revelan su carácter antitético. Mientras Siri describe su verano sin hombres, Paul entra en el invierno de su vida. Ella, con una narradora protagonista. Él, con un desdoblamiento de la voz protagonista en una segunda persona, como si se tratara de un diálogo con uno mismo. Cuando Paul habla de Siri, el lector ve en ella la Única, la definitiva, la mujer de su vida. Cuando Mia habla de Boris, el lector curioso (por no decir cotilla) ve a un Paul traicionando la confianza de un matrimonio, y a una Siri devastada por el tardío desengaño. 

Pese a todo, igual que las vidas de los dos autores terminan en una feliz reconciliación, del mismo modo sus dos libros parecen inevitablemente confluir. Mia perdona a Boris, Paul entra tranquilo en el invierno de su vida, con su mujer a su lado. 
Diario de invierno y El verano sin hombres son las dos caras de una misma moneda, la polaridad inherente a una relación de tanto tiempo, el espejo ficcional que muestra los puntos de inflexión en las vidas de sus autores. Y es así como los dos libros configuran el círculo perfecto, los polos opuestos que, lejos de atraerse o repelerse, se complementan.